
El verano. Tengo miles de recuerdos de niñez, casi todos con mi hermano y mis primos, jugando horas y horas, bañándonos en la piscina, jugando con el barro, paseos con la bicibleta y miles de risas. También de días de playa en familia, sobre esa arena de Torremolinos que quemaba como si pasearas por encima de una parrilla, esos cuarenta y tantos grados que en mi Castilla linda son impensables (e insufribles). Años después empecé a ver el verano como una época de agobio, en la que alguna noche en que corría el aire o si nos escapábamos a algún lado las cosas cambiaban. Hace dos años y poco nos cambió la vida, tener la oportunidad de revivir tantos momentos de niñez en los ojos de mi niño son impagables y me apetece mucho compartir algunos de ellos.
El hueco de un árbol puede ser el lugar perfecto para esconderse ahora que hemos descubierto el arte de dar sustos. Pero también sirve un simple cojín, ponerse tras una puerta o taparse con las manos. Y si aun así hay algún despistado sale de su boca el “donde está” seguido de su nombre para que lo busques, a continuación un “bu” que aterra hasta al más valiente.
Nunca ha sido de hacer demasiado caso a muñecos y peluches, pero de unos meses a esta parte la cosa ha cambiado. Tenemos un par de ellos inseparables, el de la imagen de arriba es de Kiabi, lleva tantos lavados que empieza a estar algo ajado, pero es su compañero a la hora de dormir (a ratos) junto con Garfield. Y crece, y estira, y sigue comiendo como una lima.
Fuimos a conocer a un nuevo primito y hacia finales de verano volvimos para el bautizo. Pasar días con la familia que tienes lejos siempre es volver con las pilas cargadas y una sonrisa de esas que no entran en la cara. Aunque su cara de pena era un poema porque el cura “no compartió” cuando mi madre se lo llevó a comulgar.
Tardes de piscina, de paseo, de huerta, de recoger los huevos de las gallinas o darles de comer maíz, tomates, lechugas… masajes al Isi (al gato), mimos y baños de Tigre en el río, cortar el césped, recolectar tomates, regar, meter los pies en la regadera hasta el infinito y quedarnos tapados de barro, mojarnos en los aspersores, regar el césped a manguera, ver la rana que vive en la pila grande, ponernos “como la cocha“, pero reír, reír mucho, disfrutar, parar el tiempo. Con los abuelos, con los abuelitos y con tanta gente con la que tenemos la suerte de compartir días y ratitos.
Sigo aprovechando el mismo bikini que me compré con 15-16 años, ese negro sencillo que tiene la friolera de 20 años pero aun lo da todo. Mi niño tenía dos bañadores, sintéticos, pero desde que descubrió el gusto que es ir por la vida en pelotillas no quiere otra cosa. Así que las tardes pasaban en pelotillas, con protección solar sobre la piel, la gorra sobre la cabeza y las chanclas, aprendiendo a hacer un pis aquí, un pis allá (viva la escatología) mientras regaba flores o merendaba sandía, peras, ciruelas. Aun con chanclas muchas veces hemos utilizado calcetines cortos para bebé, paseábamos por una zona que tiene piedras muy pequeñitas y así evitábamos que molestaran al caminar. También nos salvaron los primeros días de tocar la hierba. No puedo evitar reírme recordando ese “no pasa nada” que no dejaba de repetir mientras daba saltitos intentando que la hierba no rozara sus dedos.
También fue nuestra primera incursión en una piscina pública y la operación pañal va viento en popa, sin presiones, a su ritmo, pero contentos. Ha descubierto que le encanta el “cochalate“, los helados y los gusanitos, pero también que no cambia su fruta de media mañana por un dulce. Una mañana de recadeo le querían comprar un pastel y dijo que no, que él fruta. Mamá orgullosa, insisto en lo importante que es educar el paladar, lo que disfruta comiendo melón, sandía, uvas, descubrir fruta de temporada es genial.
A finales de junio el destino nos llevo a Asturias, patria querida, era la boda de mi querida Paula y nos sentimos como en familia. Que gente tan estupenda, que gusto ser testigo y partícipe de la felicidad de ese día, también de desvirtualizar, por fin, a Isa y de reencontrarnos con la otra Paula. Mi niño, disfrutó como el que más, bailó, comió, durmió una siesta que en la vida y sociabilizó todo y más.
Ha hecho muchos amigos, ratos de parque, de juegos, de aprender a compartir… me hacía bastante gracia la preocupación que tenía mi madre hace unos meses porque no compartía. Yo le decía que era normal si no conocía a esos niños, que cualquier adulto no deja las cosas a alguien que no conoce de nada y para un niño los juguetes son una posesión preciada. Meses después, en plena jungla del parque, lleva, deja su bolsa de juguetes y utiliza otros. Porque allí todos revuelven sus posesiones para jugar con los otros. Insisto en lo que digo más arriba, respetar tiempos es tan importante…
Por primera vez vio un espectáculo de títeres, los miraba con cierto asombro aunque su máxima fijación era una luna enorme que había encima del teatrillo. También hemos pasado ratos menos buenos, las rabietas aumentan porque no es capaz de gestionar muy bien algunas emociones, así que intentando tener paciencia estamos en ello. Están casi fuera las dos muelas que faltaban, eso quiere decir noches con muchos despertares, ratos de desesperación llevándose las manos a la boca o algún rato en que no quiere comer. Pero después, llegan otros momentos en que te sorprende con frases estupendas como: “mamá, abrázame”, o te da un beso porque si, o te suelta que está agotado y te sale una carcajada.